jueves, 1 de agosto de 2013

A veces, soy sólo yo.

A solas en mi habitación, el ordenador apagado y la cama deshecha, cubierta de ropa, todo hecho un desastre, y yo sólo sé preguntarme el por qué de todo, el por qué de mis pérdidas y el por qué de mis ganancias. Y, sin embargo, no aguanto mucho rato ahí tendida en la cama, a ratos hecha un ovillo, abrazando a un peluche como si quisiese volver a mi tierna infancia. 

Tomando una decisión, he encendido el estéreo y he puesto el disco de Phil Collins played by the Philharmonic Orchestra. No puedo dudar más y lo sé, y mientras la música va invadiendo mi habitación al pulsar el play, cada vez estoy algo más segura de mi misma.

No, no soy alguien débil; puede parecerlo, desde fuera, puedo simularlo, pero tal vez todo sea únicamente una máscara más. Sé que nada es infinito – y sí, esto es un cambio radical de tema – y sé que tengo que empezar a asumirlo. 

¿Desde cuándo me rindo yo? No he dejado que nada me tumbe, no del todo, no he permitido que nada ni nadie me hunda del todo. Siempre he sido más de aguantar tempestades cual pequeña flor que no se deja arrastrar por el viento de la pradera. No fui, ni soy, ni seré – por muy típico que suene – como los demás. 


Y, a veces, soy sólo yo. 


Mamá, te prometí que nada ni nadie podría conmigo, y aquí me tienes, luchando contra el mundo, o tal vez sólo sea mi forma de verlo; no sé si aprobarías mi forma de pelear, todo lo que hago, pero te juro que me estoy esforzando como nunca antes, aunque muchas veces falle. Y tu sonrisa todavía está ahí, y cada vez que salgo a la calle te veo, y cuando abro la puerta te oigo, y cuando abro el armario te huelo, y... 
Todavía (y para siempre) te quiero.

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